domingo, 16 de agosto de 2015

Aquella noche de reyes


Aquella noche de reyes, aquella noche en que los reyes magos, dejaron de serlo.


Mi familia y yo teníamos la costumbre de acudir a la cabalgata del 5 de enero. Esa que puede verse la víspera de reyes, la noche anterior a esa mañana llena de alegría e ilusión en que te despiertas temprano por primera vez desde que empezaron las vacaciones de Navidad solo por la curiosidad de saber lo que puedes encontrar bajo el árbol. Nosotros solíamos verla con mis abuelos, mis tíos y mis primos. Era una noche fría, en la que mamá insistía más de lo normal —que ya era mucho— en que vistiéramos toda la ropa que cupiera bajo los abrigos. Todos los años la veía con la misma emoción creciente a medida que iban pasando las carrozas; con el mismo entusiasmo al ver volar los caramelos que eran arrojados para nosotros, los niños. Hasta aquella noche de reyes.

No sé por qué, pero de repente el desfile no era ya tan vistoso, los trajes no eran tan brillantes, las actuaciones no eran tan sorprendentes, ni los regalos tan apetitosos. No sabría definir cuál fue el cambio, pero toda la magia que envolvía aquellas fechas, desapareció.

Ese día ya no tenía ganas de ver la cabalgata, de comer chuches, ni de soñar con los regalos que encontraría a la mañana siguiente bajo el árbol. Ya no parecía tener importancia, ni sentido. ¿Para qué escribir la carta a los reyes magos?, ¿para qué ver la cabalgata?

El único motivo por el que fui fue en realidad mi hermana, cuatro años menor que yo. A ella le quedaban al menos cuatro años de ilusión; conociéndola, cinco o seis. Y claro, no quería estropearle el día, que ella estaba viviendo con toda la emoción que a mí me faltaba.

La cabalgata no fue gran cosa. Supongo que no tuvo que ver con la cabalgata en sí, que habría sido parecida a la de otros años, pero yo no la vi con los mismos ojos, de eso no hay duda.

Aquella noche no pude conciliar el sueño. Eso fue probablemente lo único que no cambió con respecto a los años anteriores. Pero el motivo fue bien distinto. Otros años no podía dejar de imaginar lo que encontraría al despertarme, me pasaba la noche soñando con los ojos abiertos. Aquel año, no obstante, no podía parar de pensar en la razón de mi cambio, de mi desmotivación. ¿Me había vuelto como aquel viejo avaro y frío de las películas y los especiales de navidad?, ¿tendrían que visitarme tres fantasmas para volver a enseñarme el espíritu navideño?

Al fin llegó la mañana y no pude quedarme más tiempo en la cama, porque enseguida vino mi hermanita a despertarme. Vino corriendo en pijama, sin haberse puesto siquiera las zapatillas; levantó la persiana y se subió a mi cama empezando a saltar sobre ella al tiempo que gritaba "¡Han venido los reyes magos!". Luego decidió que tenía frío y se metió entre las sábanas conmigo. "Tato", me dijo, "Ven conmigo a abrir los regalos, poor faaaaa", me pidió con esa carita de angelito que pone cuando quiere conseguir algo. La estreché entre mis brazos, le hice cosquillas hasta que lloró de la risa, le di un beso en el cabello y, juntos, no levantamos de la cama. Realmente no tenía especial interés en ver los regalos cuanto antes, pero me levanté por ella, por acompañarla, y por ver su cara de felicidad cuando los abriera.

Lo cierto es que no recuerdo qué me trajeron los reyes magos aquellas navidades, pero puedo deciros lo que le regalaron a mi hermana: una muñeca tipo Barbie junto con cinco conjuntos, un libro de recetas para niños y un jersey color malva con diseños en verde y ocre.

Pero, sin duda, lo mejor fue el tiempo que pude pasar con ella descubriendo todas las posibilidades que esos regalos nos ofrecían. Desde tratar de vestir a la muñeca con su jersey malva, hasta llegar a meter el libro de cocina en el horno por descuido. De hecho, no sé si la muñeca llegó entera a las siguientes navidades. Su pelo al menos no duró con el mismo peinado y largura ni una semana...

Está claro que la forma de vivir las navidades es diferente para cada persona, pero es que además, cambia a medida que pasan los años. Una vez dejas la niñez la ilusión que sentías va desvaneciéndose, pero no puedes dejar que eso te amargue estas fechas. Aquella noche de reyes aprendí cómo hay que hacerlo para mantener el espíritu. Me di cuenta de que no sirve con vivir las Navidades para uno mismo, sino que hay que vivirlas para los demás. Aquella noche de reyes no sonreía para mí mismo, sino para mi hermana, y fue, sin embargo, una de las mejores que recuerdo de mi infancia.

Así es que, hoy en día, aunque me vea sobrecargado por los compromisos familiares, las facturas interminables y el estrés del día a día; no dejo que eso acabe con estas fechas festivas. Sino que dibujo en mi cara una sonrisa aún más amplia; ya no por mí, ni por mi hermana, a la que por suerte veo en estas fechas; sino por mis hijos, que se merecen vivirlas con la emoción de un niño.

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